Colaboreitors: Hoy MariMimi y Jane Eyre

Bueno, pues llega el momento de subir un relato que nos envió Mimi (Miriam Alonso) autora de la novela Sabor Euforia (que nos encanta hasta el dolor más dolorosoooo beeeeeebeeee nnnnnnngggggggggg Toooom!!! <3 <3 <3 <3 <3).
Y como esta muchacha es escritora, pues nos envía un relato marivigílico de un par de personajes de novela. 
Jane Eyre es una obra que actualmente sigue siendo muy vendida y nos sentimos ovéjamente satisfechas teniendo algo relacionada con ella en el redil. Ya, que me lío. Aquí tenéis el relato: 

RECETA MAGISTRAL

Aquella noche Jane despertó con un escalofrío. La casa continuaba sumida en un profundo silencio, tanto así que cuando notó el denso olor a humo colándose por debajo de la puerta y se puso a gritar, nadie parecía compartir techo con ella. Jane corrió y se aferró al brillante pomo metálico, desesperada; si no lograba abrirla moriría, ese sería el final. Durante toda su vida fue una desdichada ¿por qué la muerte tendría que esperarle plácida?
–¡Señor Rochester! –gritó arañando las jambas. Era como si alguien hubiera trancado por fuera y le condenara a perecer ahogada–. ¡Señor Rochester! –se desgañitó Jane Eyre clamando por su vida.
–Jane, Jane...
–Por favor déjeme salir, por favor...
–Jane, despierta.
Jane abrió los ojos. Estaba en su dormitorio, el señor Rochester sujetaba el paño que Mary utilizó para humedecer su frente durante las jornadas de fiebre y tos.
–Tenías una pesadilla.
–Había humo –dijo ella incorporándose todavía sofocada–. Humo por todas partes.
–Solo el de mi cigarrillo... Debí apagarlo cuando entré –comentó levantándose de la butaca para lanzarlo por la ventana–. Como ves no soy buen enfermero.
–Usted no tiene que cuidarme, debería estar durmiendo.
–No podía –dijo mientras ella se cubría recatada con las sábanas–. Iba con Pilot hacia el estudio cuando te escuché toser y vine para ver cómo te encontrabas.
–Bien señor Rochester, ya puede marcharse.
–¿No quieres que me quede? –Jane le miró sin comprender.
–Estoy bien señor, no hace falta.
–De niño, cuando me sacudían las fiebres –comenzó sentándose de nuevo–, mi madre solía aplicarme compresas como estas por todo el cuerpo –dijo agitando el paño para que lo viera–. Son más efectivas cuando no se ponen solo en la frente, ¿no crees?
–No lo sé señor Rochester.
–Es de lógica, si el calor está en todas partes ¿por qué centrar el enfriado en una sola? –Jane guardó silencio, tenía tal dolor de cabeza que le costaba atender a su señor–. ¿Quieres que te aplique frío, Jane? Te repondrás antes.
–No. Se lo agradezco, pero lo que quiero es cerrar los ojos, me duele muchísimo la cabeza.
–¡En efecto! Ese es otro de los síntomas de las odiosas gripes: un dolor de cabeza agudo, y bajo los párpados sentirás fuego, sudor frío en las manos... ¿me equivoco?
–No –dijo apoyando la cabeza sobre el almohadón, mareada.
–Tengo algo que puede ayudarte, ¿de veras no quieres que lo haga?
Pero Jane no respondió, había cerrado los ojos e intentaba que el dormitorio dejara de dar vueltas. Antes de perder la consciencia llegó a escuchar los pasos del señor Rochester saliendo de la habitación, no escuchó cómo volvía a abrirse la puerta. Ni siquiera sintió que se sentaba junto a ella en la cama, tampoco le oyó susurrar:
–Esto te hará bien, Jane. Verás como te recuperas pronto.
El señor Rochester le quitó de encima las mantas. Jane se adivinaba bajo las sábanas, empequeñecida por la semana convaleciente. También las hizo a un lado con delicadeza dispuesto a no perturbar su sueño una vez más. El lazo que cerraba su camisón de franela ataba a mitad de cuello. Era en ese punto donde debía aplicar la primera friega de eucalipto y tomillo macerados en aceite, receta maestra que llevaba siglos en la familia Rochester.
Acercó una de sus enormes manos para tirar del lazo suavemente, el cuello de su querida Jane Eyre se descubrió al instante; podría haberlo rodeado con solo una mano, pensó. El señor Rochester se humedeció los dedos y los llevó hasta su garganta masajeándola con delicadeza. Se había excitado al contacto, pero no era elegante reconocerlo, ni siquiera si se lo confesaba a sí mismo.
El siguiente punto se encontraba un poco más abajo, en el pecho. Temiendo despertarla trató de deshacer el nuevo lazo con más cuidado. Su respiración era agitada, la de Jane completamente calma. Poco a poco el señor Rochester se abrió paso por ambas entradas al camisón hasta dejar los pechos de Jane expuestos. Temblaba humedeciendo su mano con la mezcla magistral, miraba a la institutriz y la veía pálida, completamente quieta, pero ellos... eran pezones rosados, libres de contacto masculino, vírgenes: se sentía un monstruo por desearlos. Jamás podría perdonarse, rezaba en silencio mientras cubría con la palma el pequeño pezón.
Su entrepierna se quejaba, también tenía fiebre y sufría terribles tormentos. El señor Rochester no lograba mantenerse erguido junto a Jane, la naturaleza punzaba, empujaba para que le cayera encima y entrara en ella sin dilación, pero debía contenerse, era el señor y Jane un ser puro, casi mágico, debía soportar aquella exquisita tortura con ahínco.
El siguiente punto donde aplicar el aceite era la espalda. Rochester ya no pudo contenerse y tiró de la institutriz con tantas ganas como el bulto de su pantalón tenía por liberarse. Jane gimió al quedarle colgando la cabeza, después del forcejeo.
–¿Estás despierta? –preguntó el señor Rochester con las mejillas coloreadas de vergüenza–. ¿Jane?...
Perdóname bruja, soy un ser despreciable y tu encantamiento es poderoso en mí. No he podido evitarlo –dijo besándola antes de quitarse de encima.
El señor Rochester abandonó el dormitorio botas en mano, camisa al hombro y pantalón a medio desabrochar.
Llegado el día Mary acudió puntual a su cita. Acostumbraba la criada a abrir cortinas y ventanas para airear el ambiente cargado en las cámaras de los convalecientes. Cuando contempló a Jane Eyre con el camisón abierto se echó las manos a la cabeza.
–¡Por favor señorita! –dijo bien alto para que despertara del todo–. ¡No me extraña que usted enferme si a la noche se quita toda la ropa!
–He tenido un sueño extraño –dijo Jane incorporándose entre los almohadones mientras recomponía los lazos de pecho y cuello.
–Por supuesto hoy se sentirá peor que ayer, así no lograremos que se recupere.
–Me siento bien... –comentó gratamente sorprendida. Podía respirar con fluidez, desde que se encamó no se había visto con fuerza para levantarse o bajar a desayunar–. ¿Está el señor en la casa?
–Sí señorita, en su dormitorio.
–¿Qué hora es? –preguntó la institutriz temiendo haber dormido demasiado.
–Las ocho, señorita.
–¿Y por qué está el señor Rochester todavía en su dormitorio?
–Ha enfermado de gripe, lo mismo que usted.
–Lo lamento, quizá sea culpa mía. ¡Dios santo, puede que le haya contagiado! –exclamó preocupada.

 –No es posible, el señor Rochester nunca se acerca a los dormitorios de enfermos. Ya sabe lo cuidadoso que es para estas cosas.  



Mimi Alonso

Ale, ya estáis tardando en ir al blog de nuestra hamija (http://pandoracc.blogspot.com.es/a hacerle la ola xDDD