Concierto.


Me pone palota la prosa poética, muchachada.


Mientras las notas del piano llegan a lo más íntimo, parece que el ruido del exterior y del interior se detenga. El que se filtra por las ventanas entreabiertas cesa sin preaviso, del mismo modo que apareció. Pero oh, el de dentro... Ese se serena y da treguas fortuitas que apaciguan ideas, mecanismos y mundos.

Piano suena despacio, sabe a caricia, más que superflua contundente. Marfil y ébano confabulan sentenciadas a las manos del artista, amante monocromático, situado ante el instrumento que aguarda silencioso, una noche, un amanecer más, que le devuelva la voz.

Tocas allegro; sorpresa que deja caer salpicaduras de tu música entre el público, como si fueras anfitrión de un evento donde muebles y partituras son únicos asistentes. Un silencio explota en la habitación, quedándoos de nuevo solos tu piano y tú. Yo te miro, te siento y vibro con cada dentada de tus dedos a las cuerdas, atrapo la nota furtiva que escapa de tu partitura. Es mía, para mí. Incluso la melodía que entonas con esa sonrisa tranquila es mía. Las quiero aunque no digas nada, aunque seas indiferencia.

Sonríe. La canción no acabará nunca. Mientras sigas respirando, tus dedos respiren y vivan contigo, la canción sonará para ese mundo que eres, que somos, los tres.

–¿Me acompañas? –pregunta.

Clarinete... Deja caer notas tristes que reverberan a tu alrededor. Tras la pausa, sueno en un solo que nunca nadie escuchó, que te empuja a abrir los ojos y verme en pié, sin atril ni partitura. Esa soy, humilde, llana y diáfana a tu música, a la sustancia de tu alma. Te miro, tu piano suena suave, tus ojos abiertos me siguen en la habitación donde el sol ya casi no logra entrar a través de las cortinas.

Clarinete... cielo de teclas brillantes que echan en falta los violines, instrumentos del amor de aguda voz para completar la pieza. Pero si cierro los ojos ahí están, ya vuelven.

Silencio. Tú y tu piano perecéis en la habitación donde los violines y yo os buscamos, sorprendidos al principio, tristes al tiempo en que la pieza se rompe sin tu música. Ébano y marfil se resquebrajan envolviéndonos en vuestro aterrador mutismo.

–Sigue tocando...

El aliento dulce de tu música se muda a mi oído que no lo reconoce, sin dejar de hacerse eco en la armonía de tu voz que me eriza el vello. Dedos largos desabrochan mi blusa y acarician fríos lo que me transmite la pieza cuando estoy sola en el escenario.

–Sigue tocando...

Y tomo aire que inspira valentía al clarinete, dotándole del carácter rebelde del que ama sin esperar ser correspondido.

Guitarras que desean integrarse en la pieza aún sabiendo que no serán bien recibidas. Guitarras que son poemas, poesía repetida con el énfasis de la partitura más sensible, la que se escribió volátil en papel maché. Ambos son demasiado orgullosos para compartir escenario: con piano no hay guitarra, con guitarra no hay violines, sin violines no hay clarinete y sin clarinete no hay piano.

Una mano viaja, un pecho aguarda a que se le escape el aire al contacto tibio. El clarinete tiembla intentado escapar. ¿Cuándo hizo él un concierto para piano? ¿Cuándo el pianista besó el pecho del clarinete desnudándolo con levedad de etérea y compulsiva balada? ¿Cuándo el clarinete fue música de violines? ¿Cuándo el piano, solitario, frío y caprichoso, quiso sonar como una guitarra?

Amaneceres que son luz, noches que son frío, sexo que siendo prosa se convierte en poema cuando un clarinete, compañero de guitarras, se enamora de un piano.




Maripa

2 Carminazos:

Medusa Dollmaker dijo...

Oh pero qué pasada!

Maripa dijo...

Nos más mola que te más mole, Medu!
Muas!